jueves, 1 de octubre de 2015

CAPITULO 4: EL PADRE JONES

CAPITULO 4:
EL PADRE JONES

1
-¡Despierta, por el amor de Dios, despierta!
Una voz estridente, alta y clara, le estaba gritando a mi madre, y ella despertó repentinamente, recuperando el contacto con el mundo real, dejando atrás las pesadillas.
Estaba estirada sobre un colchón dispuesto sobre un suelo de piedra fría y dura. Había una gruesa manta que cubría su cuerpo, y un cojín debajo de su cabeza. Se sentó, y miró alrededor. Al principio no reconoció el edificio en el que se encontraba. Había varios bancos de madera dispuestos en fila uno detrás del otro. Delante de ellos, una enorme cruz con un Jesucristo colgando de ella, un Jesucristo cuyo rostro mostraba el sufrimiento y la desesperación. Había grandes vitrales con representaciones bíblicas a través de los cuales entraba la luz de la luna. Entonces se dio cuenta de que estaba en una iglesia.
Ante ella había un hombre en cuclillas, que la miraba sonriendo. Por lo que mi madre pudo ver, era un hombre de edad avanzada, con un prominente bigote canoso, y larga cabellera blanca. Aunque supuso que, antaño, su cabello había sido de otro tono, castaño, o incluso rubio, quizás. Alrededor del cuello llevaba un alzacuellos, una de aquellas tiras de color blanco con un pequeño cuadrado negro que los sacerdotes acostumbraban a llevar en caso de no ir con sotana.
El hombre le dio la mano y la ayudó a levantarse. Entonces, se la quedó mirando con mirada escrutadora, como si le estuviera analizando el alma. Entonces, el hombre le tendió la mano.
-Soy el padre Jones.
-Yo… me llamo María.
La sonrisa del padre se ensanchó.
-Un placer, María. Digo gracias a Dios de que por fin te hayas despertado.
Parecía que el padre esperara algún comentario por parte de mi madre. Al ver que ella seguía mirándolo sin inmutarse, dijo:
-Te estabas revolviendo mientras dormías de forma exagerada. Parecía que estuvieses poseída. ¡Dios sabe cuánto he rezado para verte despertar!
-Bueno… pues puede agradecerle a Dios el que le haya escuchado. Ya estoy despierta y, si me disculpa…
Mi madre se disponía a salir por la puerta cuando el padre, con una velocidad que María creía imposible en alguien de su edad, le impidió el paso.
-¡No! Durante la noche es peligroso salir.
-¿Por…?
-No hagas preguntas, María. Simplemente, siéntate en el colchón y responde a las mías.
María hizo lo que el padre le mandaba, y esperó a que este le lanzara la primera de las preguntas.

2
-Dime, María. ¿Qué haces aquí?
Mi madre le contó toda su historia, desde su presencia en el Incidente de North Valley, pasando por el suicidio de su marido y la muerte de la señora Matilde. Después, le contó lo de la misteriosa carta, el descubrir que su hermano estaba muerto y que quién le enviaba la carta era su hija muerta hacía tiempo. El padre se la quedó escuchando con el interés de un niño al que le están contando un cuento para ir a dormir. Después de que terminara su narración, el padre le dio la espalda y se puso a andar en círculos, pensativo.
Finalmente, volvió a mirarla, y lanzó la segunda pregunta:
-¿Sabes dónde estás ahora? No me refiero a la iglesia, me refiero a si sabes en que lugar te encuentras.
Mi madre se lo pensó, y se dio cuenta de que había tenido aquella respuesta en la punta de la lengua desde el principio.
-Estoy en South Valley.
No era una pregunta, pero el padre dijo:
-Sí. Y, ¿Sabes lo que ha ocurrido aquí en los últimos cuatro meses?
-No. Mi hermano era la única persona que conocía del pueblo, y no me hablaba mucho con él. Desde la muerte de mi marido, he Intentado evitar cualquier contacto con personas, lugares y objetos de mi vida pasada, para que se me hiciera más soportable la existencia.
-Ya.
El padre volvió a andar en círculos, consultando de vez en cuando un reloj analógico colgado de la pared. Se lo notaba nervioso. En más de una ocasión, a mi madre le pareció oír que el hombre decía: “Santa María, madre de Dios. Protégeme en estos oscuros y aciagos momentos. Que la luz de Dios ilumine mi camino y el de aquellos que lo merezcan. Amén”.
-Bueno, pues será mejor que te lo cuente. Tienes derecho a saberlo, ahora que estás aquí.

3
-Hace cosa de cuatro meses, muchas personas en el pueblo empezaron a enfermar. Al principio nadie supo qué era lo que estaba sucediendo. Este es un pueblo pequeño, y la misteriosa enfermedad se extendía rápidamente.
»Pensamos que sería un virus gripal, o algo parecido, pero los médicos poco podían decir acerca de aquello. Simplemente, los enfermos estaban a más de cuarenta de fiebre y sentían dolor en todo el cuerpo. Y, por extraño que parezca, no murió ninguno de ellos por la enfermedad.
»Eso no fue lo peor, sin embargo. Lo peor fue lo que derivó de todo aquello. Pues había una mujer en el pueblo, que aseguraba hablar en nombre de Dios, y que ella era la salvadora de todos nosotros. Al principió pensé que no era más que una loca que quería hacerse ver, pero me equivoqué. Resultó ser más peligrosa de lo que yo creía.
»Habló de las almas condenadas al infierno y, sobretodo, de las brujas y sus maldiciones. Dijo que todos ellos habían ardido, tal y como merecían arder, por sus errores y sus pecados. Dijo que habían sido condenados al sufrimiento eterno. Y después vino lo peor. Dijo que aquella enfermedad no era más que la condena de aquellos que debían ser condenados y que aun no habían recibido su merecido. La gente, que se encontraba en un estado total de desesperación, se aferró a esa idea.
»En las semanas siguientes, cogieron a todos los enfermos. Dijeron que debían condenarlos ellos mismos, haciéndoles arder en las llamas de la purificación. Lo recuerdo perfectamente. Los amontonaron unos encima de los otros, haciendo una enorme torre humana. Les rociaron el cuerpo con gasolina, y les prendieron fuego. Pude ver como ardían, pude oír sus gritos de terror y desesperación.
»Desde entonces, ha habido varios enfermos más, y todos ellos han corrido la misma suerte. No puedes salir de noche, porque ella y sus seguidores andan por las calles durante las horas nocturnas, llevando grandes antorchas consigo.
-Pero… ¿Aun hay gente que está enfermando?
-¿No lo entiendes? Todos estamos enfermos, en realidad. El aire está cargado de una densidad fuera de lo normal. ¿No lo has sentido? Es todo por culpa de la enfermedad, y también de las cenizas que envuelven el aire.
-Pero aun así… ¿eso no es todo, verdad padre?
Él la miró desconcertado. Entonces, le puso una mano sobre el hombro, sonrió, y dijo:
-María, hay muchas cosas que ni tan siquiera yo comprendo. Cosas que parecen no tener respuesta. Llevo cinco años en este lugar… y aun me sigo preguntando si todo esto es verdaderamente real. Ya hace tiempo que dejé de preocuparme por estas preguntas que no puedo responder. Te recomiendo que hagas lo mismo.
Mi madre asintió, aunque no estaba convencida del todo. Le parecía demasiado surrealista, como si aquel hombre le estuviese contando una historia que se acabase de inventar. Sin embargo, la mirada de aquel hombre decía lo contrario, como si la verdad estuviese completamente reflejada en su rostro. Y así era, en parte. Esos labios parecían incapaces de soltar mentira alguna.
Se dio cuenta de que, a su derecha, estaba su bolsa de viaje, que recogió y se colgó al hombro.
4
Lo que más raro le pareció a mi madre era ver lo anticuado que parecía todo aquello. No solo era el hecho de encontrarse en una iglesia, las cuales ya de por si ofrecen un ambiente arcaico y anacrónico. Era por la falta de luz eléctrica, pues la única iluminación era dada por la luz de la luna, que entraba a través de los grandes ventanales, y unas cuantas antorchas colgadas de soportes metálicos en las paredes.
El padre la llevó por un pasillo hasta un pequeño desván en el que había una trampilla. El padre abrió la trampilla, y descendieron juntos por una escalera metálica. El lugar estaba oscuro, y una vez estuvieron abajo del todo, el padre sacó de su bolsillo una caja de cerillas, e intentó abrirlas. Pero ninguna de ellas funcionó.
-¡Mierda!
A mi madre le hizo gracia oír un sacerdote decir algo semejante. Rebuscó en su bolsa de viaje, hasta que encontró lo que andaba buscando: una linterna, que siempre llevaba consigo por si acaso. Era un tanto pequeña, pero lo suficientemente luminosa como para que pudieran ver en la oscuridad.
El padre la condujo por un laberinto de pasillos. La oscuridad en aquel lugar no era densa, ni mucho menos profunda, pero aun así a mi madre no le inspiró confianza alguna. Parece extraño hablar así de la oscuridad, pero así se sentía. Y con razón.
-¿Para que se usaban estos pasillos?
-No lo sabemos. De hecho, parece que nadie sepa que había en este lugar antes de que construyeran la iglesia. Pero eso da igual, ¿no crees?
María creía que no, que era importante saberlo. Aunque ahora no tenía tiempo para aquello. Tenía curiosidad por saber donde la estaba llevando.
Al cabo de unos minutos, llegaron a una puerta de madera. El padre cogió una llave que llevaba colgada del cuello, junto a su cruz. Con ella abrió la puerta, y entraron al interior de una amplia sala.
-Despertad. He vuelto. Tenemos una nueva compañera.
Mi madre vio que una gran cantidad de personas dormían en camas improvisadas en el suelo. La mayoría de ellos, excepto los niños y los más ancianos, se levantaron y fueron a recibir al padre y a mi madre.
Ella se dio cuenta de que todos ellos vestían de una forma muy anticuada. Y ellos también se extrañaron al ver a mi madre. Algunos se atrevieron a tocar su ropa, comprobando si era real o no. Pero lo que más llamó la atención de los presentes fue la linterna.
-Bienvenida, querida, bienvenida.
-Estamos contentos de ver que el padre ha podido rescatarte.
-No quiero ni pensar lo que podrían haber hecho contigo.
-Que Dios nos ayude.
Múltiples voces iban comentando la llegada de mi madre, diciendo la mayoría de ellos que era una suerte que estuviera a salvo, allí con ellos.
-Estos, María, son todos aquellos que han preferido refugiarse aquí para evitar que los quemaran o algo peor. Tienen miedo, y yo trato de protegerles además de tranquilizarlos. Llevamos aquí mucho tiempo, yendo de vez en cuando en busca de comida y bebida para sobrevivir. Pero incluso durante el día hay peligro.
-Pero tan solo son un grupo de locos con antorchas. ¿No podríais hacerles frente?
-Ya te he dicho antes, María, que las cosas aquí son más complicadas que simplemente eso. Lo comprenderás todo a su debido tiempo.
María asintió, haciendo ver que comprendía. Aunque aquello no era lo único que el padre tenía que decirle a mi madre. Lo siguiente que dijo el hombre llegó a aterrorizar a mi madre:
-Y también hay fuerzas aquí tan oscuras y profundas que escapan incluso del poder de Dios.

5
María y el padre se retiraron  a un rincón a hablar tranquilamente, dejando que los demás volvieran a dormir. El padre esperó a que todos estuvieran completamente dormidos, y entonces le preguntó a mi madre:
-¿Podrías decirme en que año estamos?
El ímpetu con el que soltó la pregunta desconcertó a mi madre. Al principio tan solo pudo articular una pregunta:
-¿Q… qué?
-¡Por el amor de Dios! Dime en que año estamos.
-Pues en… en… debería usted saberlo, creo yo. Está bien saber el…
-No tengo tiempo para comentarios sarcásticos e inútiles, María. Dime en que año crees que estamos.
-1975, por supuesto.
El padre se relajó y se sentó, mirando al otro lado de la habitación.
-¿Qué sucede, padre? ¿Algo le inquieta?
-No, María, ahora ya no. Gracias.
-Gracias… ¿por qué?
El padre Jones la miró.
-Por liberarme de esta carga.
-¿Qué?
-Nada, nada, ya te lo contaré mañana. Ahora debes dormir un rato.
-¿Dormir? Pero…
El padre Jones levantó la mano, insistiendo en que callase. Mi madre le hizo caso y se estiró en el suelo, encima de un colchón. Cerró los ojos, y se dispuso a dormir. No tardo mucho en conciliar el sueño. Aunque, por suerte, aquella noche no hubo pesadillas. Solo tranquilidad absoluta.

O, por lo menos, eso pensó mi madre al principio. Pues la tranquilidad nunca llega para aquellos que han sido condenados.

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