domingo, 27 de septiembre de 2015

CAPITULO 3: RUTA 323

CAPITULO 3:
RUTA 323

1
El viaje que hizo mi madre fue largo. Un largo viaje de varias horas en avión, en el cual no pudo hacer otra cosa que pensar en todo cuanto le había pasado a lo largo de su desdichada vida. Antes había creído que el mundo se desmoronaba bajo sus pies, que todo por cuanto había luchado desaparecía como si nunca hubiese existida. Durante el viaje en avión, sin embargo, se planteó la posibilidad de que todo aquello no fuera más que una ilusión, una broma cruel del destino, una lucha entre la conciencia y la inconsciencia, entre el sueño y la pesadilla.
Intentó dormir. Sin embargo, tales inquietudes se lo impidieron.
Fue durante ese viaje en avión cuando mi madre vivió el primero de los horrores que tanto la atormentarían en los meses siguientes.


2
Cuando sucedió ella estaba sentada en el sillón que le correspondía en el avión, observando tranquilamente las nubes, que se extendían por debajo del avión como si fueran inmensas islas flotantes. Repentinamente, mi madre tuvo una de esas necesidades básicas que todos las personas tenemos, incluso en los momentos más inesperados, y fue al baño que se encontraba al extremo opuesto de la cabina del capitán, el más cercano donde ella estaba.
Mientras pasaba por entre las sillas, le pareció notar algo extraño. Creyó ver una sombra, una oscura figura, reflejada en el cristal de una de las ventanas de la fila izquierda, que se hallaba justo detrás de ella. Se giró, pero allí no había absolutamente nadie. Al principio, no le dio importancia a esto, y lo tomó como una simple visión producida por su cansancio y su exagerada preocupación.
Fue rápidamente al baño. Una vez dentro, cerró el pestillo. Una vez terminó de hacer lo que tenía que hacer, se lavó las manos y la cara.
Salió del baño, y lo que vio entonces le causó gran conmoción.
No había absolutamente nadie en el avión. Las luces estaban todas completamente apagadas. Los sillones estaban todos cubiertos de rasgaduras y manchas de sangre. También de sangre estaba recubierto el suelo, donde se formaban charcos de color carmesí. No se podía ver nada a través de las ventanas del avión, tan solo una bruma de perpetua oscuridad.
Mi madre avanzó muy lentamente hasta encontrarse a mitad del avión. Una vez allí, pudo distinguir, al otro lado del avión, dos puntos brillantes como la luna llena, que la observaban amenazadoramente. Alrededor de aquellas lunas brillantes, se perfilaba una silueta inmensa y oscura, como una sombra, que iba acercándose muy lentamente hacia mi madre.
Ella, completamente aterrada, sumida en un estado de estupefacción, comenzó a caminar de espaldas hacía el lugar del que venía, huyendo de aquello que se encontraba a pocos pasos de ella, sin saber muy bien que hacer y actuando solamente por impulsos. Aquellas lunas grandes y brillantes se le acercaban, y ella parecía no tener escapatoria.
Sintió algo que le tocaba la espalda y, soltando un estruendoso grito de pavor, se dio la vuelta.
Ante ella, una azafata muy joven, con los ojos brillantes y el pelo castaño, la miraba con curiosidad y preocupación. Todas las personas, sentadas en sus respectivos asientos, la miraban como si estuviera loca.
La azafata joven dijo:
-Señora, ¿se encuentra usted bien?
Al principio, mi madre, aturdida, no respondió. La azafata tuvo que preguntarle de nuevo, y esta vez mi madre respondió:
-Sí… creo que… voy a sentarme.
-¿Quiere que le traiga algo? ¿Un poco de agua quizás?
-N… no, gracias. Estoy bien, de verdad.
Volvió a su asiento, y se pasó el resto del viaje con la mente en blanco, sin pensar absolutamente en nada.

3
Con las prisas, mi madre no había siquiera pensado como lo haría para llegar desde Portland, Maine, ciudad donde aterrizaba el vuelo que había tomado, hasta South Valley. Se encontró sola, terriblemente sola, en medio de unas calles que apenas conocía, rodeada de gente que parecía ignorarla, como si no existiera más que para ella misma.
Los únicos pensamientos que habían ocupado su mente hasta entonces pertenecían a mí, a mi tío James y a la carta que le había enviado. Entonces, se dio cuenta de cuan terriblemente se había equivocado. Necesitaba encontrar alguien quela ayudase…
Y de repente, como por obra de algún dios benigno, se oyó una voz, la voz de la esperanza, que le dijo a mi madre:
-Perdone, señora, ¿necesita ayuda?
Mi madre se giró, y vio a un hombre alto y corpulento, de anchos brazos y piernas, que poseía una prominente (y, por qué no decirlo, algo graciosa) barriga.
El hombre sonrió. Lo primero que pensó mi madre al verle era que tenía cara de buena persona.
-Buenos días. ¿Le ocurre algo? Parece usted algo perdida.
-Sí… algo perdida sí que estoy. La verdad… no creo que pueda ayudarme.
-Por poco que pueda hacer…
-Debo… debo ir a South Valley. Pero… no tengo como ir hacia allí. Simplemente… perdone, he sido un poco estúpida…
-¡No se preocupe, mujer! Además, está usted de suerte. Yo también iba para South Valley. En realidad, vivo allí, pero… he venido unos días a Portland para visitar unos familiares. Si quiere que la lleve…
En ese momento, una luz se iluminó en los ojos de mi madre. ¿Estaba acaso el destino, que tantos males le había traído, siéndole favorable por primera vez en la vida?
Ella aceptó, por supuesto. El viaje en coche desde Portland hasta South Valley era de apenas hora y media, dos si había tráfico.
El hombre estuvo hablando a lo largo de todo el viaje, contando chistes y anécdotas graciosas, aliviando, aunque tan solo fuera por un pequeño período de tiempo, las preocupaciones que atenazaban a mi madre.
El viaje, aunque algo largo, se les paso muy rápidamente a ambos.

4
Pasaron las primeras dos horas de viaje, y ya se encontraban en la ruta 323.
 La ruta 323 era una pequeña carretera, que ni siquiera estaba asfaltada, así que podría decirse que era más bien una “vía de paso”, que llevaba solamente a North Valley y a South Valley. Nadie sabía muy bien porqué la llamaban así. Simplemente, ese era el nombre que se le había dado toda la vida. Cuando yo era pequeña, mi padre me contó una historia para darme miedo acerca del origen del nombre. Según él, a principios del siglo pasado, se encontraron 323 cadáveres desperdigados por el lugar, que habían aparecido allí de la noche a la mañana, hecho por el cual todo el mundo la llamó “La ruta de los 323 cadáveres”, que acabó degenerando en “La ruta 323”. Esta era, de hecho, la historia que la mayoría de gente del pueblo conocía, y muchos la tomaban como cierta. Nunca llegué a creer la historia, pero durante muchas noches tuve pesadillas, en que veía montones y montones de cadáveres bajo mis pies, y sobre los cuales me veía obligada a caminar para avanzar.
Mi madre, una vez allí, evocó recuerdos pasados. Recordó la primera vez que su madre le contó la historia de la ruta 323, como pasaba noches con sus amigos allí, dispuestos a ver los espíritus de los 323 muertos, y como algunos de ellos se inventaban historias de miedo sobre avistamientos de fantasmas en la zona, y demás tonterías por el estilo. Recordar esto la hizo sonreír. Sin embargo, la sonrisa se le borró al instante cuando vio un cartel, viejo y oxidado, que decía: “ESTÁ USTED LLEGANDO A NORTH VALLEY”. Debajo de este cartel decía: “Pueblo fantasma. Deshabitado. Lugar peligroso, recomendamos no acercarse.”
Extraño, pensó mi madre. No entendía como North Valley podía ser peligroso. Puede que el mal estado de los edificios pudiera hacer que se derrumbaran si alguien entraba dentro, pero, ¿Quién sería tan idiota como para meterse allí? También podía ser que los gases nocivos que se desprendieron en el incendio aun hicieran mella en el medio ambiente. Aunque mi madre no habría sabido decir si eso era posible o no, la verdad.
Poco más tarde, cosa de un minuto o así, divisó unos pocos edificios, quemados y derruidos. Llegó a ver también el gran edificio de la Iglesia del pueblo, el edificio más alto pero también el menos afectado del pueblo. Se lo quedó mirando, bajo el oscuro cielo lleno de nubes que anunciaban tormenta. Se giró hacia George y le dijo:
-Para un momento, por favor.
Así lo hizo él, y ella se bajó del camión. Se fue acercando poco a poco a la que antaño fue la entrada del pueblo. Faltaba el cartelito colgando de un poste que decía: “BIENVENIDOS A NORTH VALLEY”. Vio que el lugar estaba precintado con cintas policiales, cosa que no le impedía pasar, pero que la obligaba a quedarse donde estaba. Si la policía había hecho aquello, por algo sería. Además, empezaba a oler un fuerte hedor, el hedor del humo y las cenizas. Se estaba empezando a marear un poco. Así que decidió dar media vuelta y…
Menuda sorpresa se llevó al ver que estaba sola, en medio de la carretera. No había coche alguno, ni siquiera marcas de ruedas, nada. Simplemente ella, plantada en medio de la nada.
-Será hijo de…
George Clinton había desaparecido, como si nunca hubiera estado allí, junto con su camión.

5
Consternada, enojada, y todo lo que una podía estar en aquella situación, mi madre emprendió el camino hacia South Valley a pié. El frío del invierno la azotaba, sobretodo porque se había dejado el abrigo en el camión de George. Sin embargo, el resto de cosas las llevaba ella. De hecho, no llevaba mucho encima, solo un poco de ropa y algo de dinero, junto con sus tarjetas de crédito y su maquillaje. Todo ello, en una bolsa de viaje que llevaba colgando del hombro. No tenía mucho dinero, pero el poco que tenía lo utilizaría para comprarse el resto de cosas que necesitase para vivir en South Valley el resto de días siguientes, hasta descubrir el misterio de la carta y de la muerte de su hermano, mi tío.
Iba a paso lento, mirando de tanto en cuanto a izquierda y derecha, por si veía a alguien que pasara por allí, dispuesto a ayudarla. Pero nadie cruzaba la carretera, tal y como había sucedido siempre. Nadie de fuera estaba interesado en entrar en el lugar, y ninguno de los habitantes del lugar tenía interés alguno en lo que había más allá de los bosques que rodeaban ambos pueblos. Eso era triste, muy triste. Pero es que la vida en North Valley, tal y como la recordaba, era muy triste, y suponía que en South Valley aquello no era muy distinto.
Todos aquellos pensamientos la llenaron de melancolía. Y es que la melancolía se había transformado en una visitante muy común de su mente, hasta el punto de ser una forma de vida para María. Mi madre, mi querida madre se acercaba cada vez más, a su pesar, al estado de más absoluta desesperación, el estado al que todos los condenados terminaban decayendo, como en una enfermedad, una horrible enfermedad.
Y no os penséis que digo esto en plan metafórico, en absoluto. La desesperación, para los condenados, es una enfermedad.
Más peligrosa aun que el cáncer.

6
La noche caía a medida que ella avanzaba a través de la ruta 323. Tenía ambos brazos cruzados encima del pecho, y temblaba por el frío. Allí, los veranos podían ser calurosos, pero el invierno era horriblemente frío. Terrible. Además, podía oír el sonido de la tormenta que se acercaba cada vez más y más. La lluvia no tardaría en caer, y aun faltaba un buen trecho para llegar a South Valley. Calculó que, por lo menos, estaba a dos horas a pie. No creía que pudiera aguantar, pero lo que ella creyese daba igual. Debía llegar, fuese como fuese.
Y entonces vio algo delante de ella, varios metros más allá. Era una persona, y cuando estuvo más cerca vio que era una mujer. La lluvia empezó a caer entonces, y su pelo oscuro quedó completamente mojado al cabo de unos minutos. Sin embargo, pese a la lluvia,  no sentía frío, justo lo contrario, sentía un leve calor en el pecho, como si se hubiera encendido una llama en su corazón. Y se hizo el silencio. No oía las gotas de lluvia caer, no oía el viento haciendo ondear su cabello, no oía sus propios pasos, a medida que avanzaba hacia aquella mujer.
Sin embargo, cuanto más cerca estaba de la mujer, iba oyendo unas voces, que susurraban en sus oídos. No era tan solo el sonido de las voces lo que sentía, también el aliento frío y suave que salía de los labios de las personas a quienes pertenecían aquellas voces. Era una sensación extraña y fuera de lo común. Pero no le molestaba, en absoluto. Se sentía acogida, como un niño entre los brazos de una madre. Como si le hubieran extendido dos largos brazos en los que podía acurrucarse y sentirse segura. Como si se estuviera acercando a un lugar donde ella pertenecía realmente, y este la recibiera con los brazos abiertos.
Ahora, se encontraba a un paso de la mujer de pelo oscuro, mojado por la lluvia. La mujer estaba hablando en susurros, moviendo sus labios a una gran velocidad. Mi madre comprendió entonces que las voces susurrantes, absolutamente incomprensibles, venían de aquella mujer, y que el aliento que sentía era el de la mujer. Era imposible, decía una parte de ella, pero a la vez era verdad.
Se frotó los ojos con ambas manos, y cuando volvió a abrirlos la mujer ya no estaba ante ella. Podía sentir, aun con más fuerza, sus susurros y su frío aliento, que sin embargo parecían darle calor. Estaba detrás de ella. Fue girando poco a poco, para encontrarse cara a cara con ella. Los susurros se detuvieron, dejo de sentir el aliento en su nuca. Cuando finalmente estuvo cara a cara con la mujer, contemplo una visión que era a la vez terrorífica y horriblemente triste.
Ante ella, se encontraba un rostro que antaño había sido bello. Donde deberían haber estado los ojos, ahora había dos agujeros profundos y oscuros como el abismo. De esas profundas cavidades salían pequeñas gotas de líquido carmesí, mientras la mujer sollozaba por unos labios que estaban en carne viva, sin piel, los cuales sangraban, mezclándose la sangre de las cavidades con la que salía de los labios. La pálida tez de la mujer estaba marcada con profundas heridas.
La mujer temblaba a cada sollozo. Fue levantando, muy poco a poco, ambos brazos, en un gesto que María entendió al instante. Se acercó a la mujer y, pese al horror que le suscitaba, la abrazó, sintiendo con mucha más fuerza el calor de su pecho. Llegó a sentir que le quemaba el cuerpo, y le dolía cada hueso, cada articulación. Entonces, la mujer dejó de llorar, y le susurró algo al oído, con una voz que no era, en absoluto, humana:
-Bienvenida a tu perdición.
Entonces, el ardor de su pecho se hizo más fuerte. El dolor era insoportable, y no pudo reprimir un grito de dolor absoluto. Entonces, perdió toda su fuerza, y todo a su alrededor empezó a oscurecer, y sintió que la mujer de pelo oscuro se escabullía de entre sus manos, como si no fuera más que una espesa nube de humo que escapaba entre sus dedos, doloridos por la fuerte llama que quemaba en su interior.
Mi madre dejó de sentirlo todo, se sumió en un extraño sueño. Un sueño del que tardaría mucho en despertar. Mientras tanto, yo observaba con miedo como todo aquello pasaba.

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