viernes, 9 de octubre de 2015

CAPITULO 6: EL HOSPITAL Y EDWARD PHILLIPS

CAPITULO 6: EL HOSPITAL Y EDWARD PHILLIPS

1
Mi madre había pensado replicarle a la mujer en lo referido a la luz debido a que ya tenía una linterna. Pero ésta, desgraciadamente, se había quedado sin pilas.
Así que entraron, después de haber encendido una cerilla. Una vez dentro, comprobaron que la oscuridad de aquel lugar no era normal. Parecía como si estuviera viva. A María le recordó la de su pesadilla. Agarró con fuerza el crucifijo que tenía colgado del cuello, esperando que aquella sirviera de algo, por muy poco que fuera. Tenía la convicción de que algo horrible aguardaba en aquella oscuridad.
Y es que, aparte de su profundidad y su densidad, aparte del horror que despertaba en sus corazones, ambos, el hombre y la mujer, podían oír susurros que provenían de ella. Voces que invadían su mente, que le amargaban la existencia, y que la incitaban a hacer cosas horribles, entre las cuales la más frecuente era el suicidio.
Sin embargo, se sentían protegidos bajo la luz del fuego de la cerilla. Avanzaron, girando a mano derecha hasta llegar a una puerta que llevaba a un pasillo.
El pasillo tenía habitaciones a izquierda y derecha, que iban de la número 302 a la 346. Las pares iban a la izquierda, y las impares a la derecha. Avanzaron por el pasillo, a oscuras.
A medida que se internaban en aquella oscuridad, dejando atrás la puerta de entrada, a María le pareció sentir algo más que las voces. Era un corazón. El palpitar de un corazón. Y no era al suyo, ni el del padre. Retumbaba en sus oídos como sí, de hecho, se encontrara dentro del mismo. El pálpito salía de las paredes, del suelo. Incluso de los objetos que por allí se encontraban desparramados: de las camillas, de los papeles, de las taquillas. De todo lo que la rodeaba.
Al llegar a la mitad del pasillo, se encontraron con un pequeño montón de objetos que les tapaba el camino. Varios objetos se agrupaban en un montículo infranqueable.
-Vaya, menudo problema. Bueno, será mejor que examinemos las habitaciones.
-¿A cuál de ellas crees que deberíamos ir?
A mano derecha tenían la 323, y a la izquierda la 322. Ambas puertas eran iguales, sin embargo…
Había algo raro bajo la puerta de la habitación 323. María se agacho, pero la oscuridad le impedía ver. Le pidió al padre que le pasara la cerilla, y pudo vislumbrar lo que allí había.
Un líquido rojo. María pudo olerlo, incluso manteniéndose apartada. Un olor fuerte. En ese caso, también olía a muerte y putrefacción.
De repente, un ruido que venía de su bolsa de viaje la sobresaltó. La abrió, y buscó en su interior.
Su linterna estaba encendido. Y zumbaba con un sonido irregular, parecido a la estática de una radio.

2
Un coche pasaba muy lentamente por la ruta 323. El hombre que estaba en su interior quedaba casi oculto en la oscuridad de la noche. Llovía, aunque por allí casi siempre lo hacía. Aquel día nada se presentaba inusual para el hombre.
¿Qué quien era? Pues, si tanto queréis saberlo, no os haré esperar. Su nombre era Jonathan. Lo llevaba observando hacía ya mucho tiempo, cuando todo esto sucedió. Pues él, igual que mi madre y yo, era un condenado.
Supongo que estaréis pensando ahora mismo que nos hemos encontrado con demasiados condenados. Nada más alejado de la verdad. Además, en los Valleys, casi todo el mundo era condenado. Pero a conexión que existía entre este hombre y yo era mucho más fuerte. Mucho más. Aunque, por aquel entonces, yo no sabía que era.
El hombre estaba a punto de pasar cerca de North Valley. Pero paró un momento, un pequeño instante. Con ambas manos se tapó la cara, para intentar evitar que las lágrimas salieran de su interior. Sin embargo, sus esfuerzos eran inútiles. La tristeza que lo inundó en aquel momento era la misma que la de hacía varios años, cuando murió ella. Ella. ¿Por qué había tenido que morir? ¿Qué había hecho ella? La vida era injusta, la muerte era injusta. El mundo era injusto. ¿Y que más daban ahora las injusticias del mundo? No tendría que soportarlas mucho más tiempo. Sí, iba a hacerlo, pese al miedo que sentía iba a hacerlo. Ya tenía preparada la pistola en el asiento trasero. Cargada y lista para disparar.
Volvió a encender el coche, y se dirigió hacia North Valley. Su pueblo. El lugar donde la había conocido. El lugar donde se enamoraron.
Y el último lugar que él había decidido pisar en esta vida.

3
El padre Jones estaba más desconcertado aun que mi madre, si es que eso era posible. La linterna seguía emitiendo extraños sonidos. Mi madre alargó la mano hacia el pomo de la puerta, lo giró y abrió la puerta.
No estaba preparada para lo que vio al otro lado. Ni el padre tampoco.
En el suelo, envuelto en un charco de sangre, había un cadáver. Pero no era un cadáver humano. Su rostro estaba exento de ojos y orejas. No es que se los hubieran arrancado, es que parecía como si hubiera sido así siempre. Y su boca, su boca era exageradamente grande, toda ella colmillos gruesos y afilados.
Sin embargo, la criatura estaba muerta. Lo habían atravesado con una tubería, que aun reposaba en su estómago. El olor a muerte y putrefacción era mucho mayor allí dentro.
Sin embargo, lo que peor hizo sentir a María era otra cosa. Se agachó hasta quedar casi a un palmo de la criatura, y le observó detenidamente la cara. De debajo de donde deberían haber estado los ojos brotaban dos pequeños ríos de lágrimas, que, pese al calor que hacía allí dentro, no se habían secado. La criatura había estado llorando. Eso también lo revelaba la mueca de su boca, una mueca que reflejaba tristeza lo mirara desde donde lo mirara. Más que sentir miedo por aquel ser, mi madre sentía pena. Y entonces comprendió una cosa: antes había sido humano.
Alargó la mano hacia el crucifijo que llevaba colgado al cuello, y se lo quitó. Muy lentamente, se lo puso en torno al cuello al ser que estaba muerto ante ella, repitiendo el proceso que antes había llevado a cabo (gracias a mi) con el padre Jones, y tocó el crucifijo.

4
Una habitación de hospital. En la camilla, un niño conectado a una máquina, que muestra las pulsaciones de su corazón. El niño está dormido, o por lo menos eso parece a simple vista.
A la izquierda, un hombre sentado en una silla, que mira con tristeza al niño. Las lágrimas asoman entre las grandes ventanas que son sus ojos azules. Mi madre supone que el hombre es el padre del niño.
De repente, una enfermera entra en la sala. El hombre levanta la mirada, por un momento despertado de sus cavilaciones.
-La hora de visitas está a punto de terminar, señor Phillips. Debería ir saliendo.
-Déjeme unos minutos, tan solo unos instantes. Quiero despedirme de él.
La enfermera ve las lágrimas en los ojos del hombre, y decide no replicar. Se marcha, dejando a padre e hijo solos en la habitación.
El hombre volvió a mirar a su hijo. Esta vez, las lágrimas afloraron en sus tristes ojos.
-Escúchame, Harry. No debes preocuparte por nada. Yo aun sigue junto a ti. Y tu madre está mejorando, poco a poco. Los médicos han dicho que han podido evitar que su cáncer se expanda por todo el cuerpo.
Se frotó con fuerza los ojos. Las lágrimas hacían que lo viera todo borroso.
-Pronto despertarás del coma, estoy seguro de ello. Así que no debes preocuparte, Harry. Dentro de poco volveremos a ser una familia alegre y feliz.
El hombre cogió entonces la mano de su hijo y la acarició muy suavemente. Mientras, las lágrimas seguían cayendo de sus ojos, a través de sus mejillas y, finalmente, al suelo.
Todo se oscureció entonces, y mi madre no vio nada más de lo ocurrido en el hospital. Creía que todo había terminado, pero no era así.
Volvió a iluminarse la escena. Esta vez, estaban en un cementerio. Mi madre lo reconoció. Era el cementerio de North Valley, que se encontraba justo al lado de la Iglesia. El hombre que antes había visto estaba ahora vestido de negro, ante dos tumbas que se encontraban prácticamente juntas. En cada una de ellas, enterraron un ataúd, uno más pequeño que el otro.
La ceremonia no duró demasiado. Una vez terminada, el hombre se giró, y María pudo ver que esta vez las lágrimas cubrían prácticamente toda la superficie de su rostro. Ni siquiera se había molestado en frotarse los ojos o en limpiarse las lágrimas.
Mi madre se acercó a las lápidas. Sabía que nadie podía verla, pero se sentía inquieta en medio de tanta gente. Observó atentamente lo que decía en ellas, y al verlo sintió una enorme tristeza.
En una de ellas, rezaba:


R.I.P.
Harry Phillips
1962-1970
Que su sueño eterno dure más allá de la vida.

En la otra, ponía:

R.I.P.
Lisa Phillips
1935-1970
El amor que dio en vida seguirá en nuestros corazones incluso después de su muerte.

María comprendió entonces que las tumbas pertenecían al hijo y a la mujer del hombre.
Dentro de su cabeza empezaron a sonar unas voces susurrantes que María ya había oído muchas veces.
“Dijo que se salvarían. Se lo juró a ambos. Mentiroso, es un mentiroso”
“Mentiroso, mentiroso.”
Esta vez, la voz cambió. Era una voz de niño.
“Papá, papá. ¿Por qué me mentiste? Me dijiste que despertaría, que no pasaría nada malo.”
“Mentiroso, mentiroso.”
Otra vez, la voz cambió. Era la voz de una mujer.
“Me dijiste que no moriría, Edward, que podría seguir viviendo durante muchos años. Que seríamos una familia feliz durante muchos años.”
“Mentiroso, mentiroso.”
Mi madre sabía, de alguna manera, que aquello era lo que el hombre oía en su cabeza. Al fin y al cabo, estaba dentro de sus recuerdos, y por lo tanto podía sentir lo mismo que él sentía.
De repente le vino algo a la mente. En las lápidas decía que habían muerto en 1970. Y suponía que ese era justamente el año en que se encontraban dentro del recuerdo del hombre. Y en North Valley. ¿Qué día era? María necesitaba saberlo para…
No fue necesario. Pudo ver, a lo lejos, grandes llamas que arrasaban todo cuando encontraban a su paso. Pudo oír gente gritando, pudo ver gente corriendo. Huyendo de las llamas. Todo ello en balde, pues las llamas envolvían el perímetro del pueblo, y era imposible huir.
Comprendió entonces que, el día en que el hombre había enterrado su esposa y su hijo, era el 7 de febrero de 1970. El día del Incidente.
Toda imagen se desvaneció antes sus ojos.
5
Se encontraba de nuevo en la oscura habitación del hospital, y ante ella yacía en el suelo un ser que antaño había sido humano, y que había sufrido una tristeza y una desesperación inimaginables.
María comprendía muy bien lo que sentía aquel hombre. Mi muerte y la de mi padre habían sido para ella lo que para aquel hombre la de su mujer y su hijo. Y lloró. Lloró por el hombre que tuvo que vio la muerte de las personas que más había amado en el mundo, lloró por el hombre que ardió junto a mí, junto a su hija, en el incendio del que ella se salvó. Pero sobretodo lloró por todos aquellos por los que no habían llorado aún.
Le quitó el crucifijo al ser, y se lo puso de nuevo. Levantó la mirada hacia el padre.
-¿Qué has visto, María? Venga, cuéntamelo.
María volvió a bajar la mirada hacia el ser que había sido un hombre desdichado. Tardó en responder, y cuando lo hizo, su voz estaba llena de tristeza:
-Rece por él, padre. Nadie nuca lo ha hecho, y de verdad es necesario. Todo lo que pasó este hombre en vida… no merece estar aquí, aunque sea muerto.
Mi madre volvió a mirar al padre. El hombre estaba desconcertado, pero la mirada de María fue suficiente para convencerle de lo que debía hacer.
Se puso de rodillas, y empezó a rezar. Mi madre no había sabido nunca ninguna oración, pero mientras el padre la pronunciaba, ella dijo unas palabras.
-Que tu alma descanse junto a tu mujer y tu hijo en el cielo. Que la tristeza que sentiste en vida sea llevada por los vientos de los cielos. Y que tu corazón se vea colmado de alegría al reunirte con tus seres queridos.
Entonces cerró los ojos, y esperó a que el padre terminara de rezar.
Volvió a abrir los ojos. Vio que el cuerpo del ser estaba cambiando. Sus rasgos se hacían más humanos. Volvían a ser tal y como eran antes, cuando no era un horrible ser, condenado y mancillado, y era tan solo un hombre. Su cuerpo empezó a elevarse, y por un momento la oscuridad de la habitación se vio interrumpida por un repentino destello de luz.
El hombre ya no estaba. Se había ido, junto a su mujer y a su hijo.
Ahora, volvían a estar juntos.


6
María oyó una voz en su interior. Una voz que decía: “Gracias.”
La oscuridad ya no le parecía tan densa e insoportable ahora. Se levantó, y sonrió.
Se tocó el crucifijo que llevaba colgado al cuello, y sintió que el calor insoportable que le envolvía desaparecía repentinamente. Se dispuso a salir de la habitación, pero el padre la cogió del brazo.
-El camino estaba cortado, ¿te acuerdas? No podemos seguir por el pasillo.
Mi madre sonrió, y salió al pasillo. El padre, contrariado, la siguió.
Ante ellos, se encontraron con que el pasillo estaba completamente despejado. No había ni rastro del montón de objetos que antes les impedía el paso. Mi madre, segura de sí misma, cruzó el pasillo hasta llegar al otro lado.
Allí, se encontró con un ascensor. No estaba segura de si funcionaba, pero pulsó el botón para llamarlo igualmente. Entonces, oyó el sonido de un motor en funcionamiento, y sintió como el ascensor descendía.
Las puertas se abrieron, y mi madre entró en el ascensor. Tras ella, el padre Jones iba a paso lento, guiándose por la luz que ella llevaba en su mano derecha. Entró, y pulsó un botón para bajar a la planta baja. El botón estaba marcado con una B.
Empezaron a descender. El padre suponía que llegarían allí enseguida, pero tardaron más de lo que pensaban. Había dos plantas más antes de llegar a la planta baja, cosa que extrañó mucho a mi madre. ¿Tres plantas de un hospital que estaba bajo tierra? Imposible. Aunque en aquel lugar no se habían encontrado con cosas demasiado posibles, la verdad.
El aparato en el que iban era viejo, y su lentitud era desesperante. Llegaron a la planta -1 al cabo de un minuto de lento descenso. Y la oscuridad era cada vez más y más densa. En alguna ocasión, a mi madre le pareció ver que las sombras que proyectaba el fuego de la cerilla que sostenía se movían a su antojo.
Al llegar a la planta -2, el ascensor se paró. No habían llegado aún a la planta baja, pero se quedó allí, quieto. Además, las puertas no se abrían.
El padre pulso repetidamente el botón con la B, pero el ascensor no se movió.
-Maldito cacharro inútil de….
-¡Un momento! Cállese.
María había oído un sonido proveniente de detrás de de las puertas del ascensor. Un ruido chirriante, como el de cadenas siendo arrastradas. Y suponía que era justamente eso lo que había oído.
El padre también lo oyó, y empezó a pulsar todavía con más insistencia el botón. Pero el ascensor se mostraba reacio a responder. Fuera lo que fuese lo que estaba allí afuera, se estaba acercando cada vez más.
Mi madre sostenía con fuerza la cerilla, donde el fuego aun ardía con fuerza. De repente, las sombras se movieron, y el fuego se movió junto a ellas. Cubrió la superficie de las puertas del ascensor, cubriéndolo todo de una luz sobrenatural, y llenando el corazón de ambos, hombre y mujer, de un miedo sobrecogedor.
Lo que había allí fuera estaba ahora ante las puertas. Empezaron a abrirse. Mi madre vio como entraba en el ascensor una oscuridad sobrenatural, viva, que los rodeaba. Unas manos putrefactas, manchadas de sangre, hacían fuerza para abrir las puertas, mientras aquella terrible oscuridad seguía entrando en su interior.
Entonces, dejaron de hacer fuerza. Una tercera mano puso una barra de metal entre el orificio que habían abierto a la fuerza, evitando que las puertas se cerrasen. Entonces, las manos empezaron a buscar en el interior del ascensor, dispuestas a coger a María o al padre. Ambos estaban pegados a la pared, intentando evitar que las manos los cogiesen.
Entonces el padre miró hacia arriba, y vio una escotilla que le permitía salir a la superficie del ascensor. Estaba abierta.
Sacó la pistola que llevaba en el bolsillo trasero, e intentó llegar hasta allí sin que los brazos lo cogieran.
-¿Qué está haciendo, padre?
-Confía en mí, María. Se lo que hago.
En realidad, el padre no sabía lo que hacía. Tan solo había tenido una idea de algo que había visto en una película.
La cuerda que sostenía el ascensor, y que lo hacía subir o bajar mediante un intrincado mecanismo, estaba muy desgastada. No le extrañaba en absoluto, pues el aparato era viejo. Con la pistola, apunto hacia la cuerda, y disparó.

7
María sintió la repentina velocidad a la que el ascensor empezó a descender. El peso de la parte superior del ascensor dio directamente contra una de las manos, y la amputó del cuerpo en el que se encontraba. En vez de salir sangre, salía un líquido negro y denso como el alquitrán. La mano se quedo dentro del ascensor mientras descendían a toda velocidad.
María estuvo tranquila durante unos instantes. Aunque esta tranquilidad tan solo era algo repentino. La mano empezó a moverse como si fuera una araña de cinco patas. Se acercó a ella muy lentamente, derramando por el suelo aquel líquido negro. Intentó evitar la mano, pero esta hizo un salto directamente hacia su estómago.
-¡Padre! ¡Padre! ¡Ayúdeme!
Pero el padre Jones no la podía oír. Tan solo sentía el aire entrando en sus orejas, a una gran presión, y el chirriar del ascensor al rasgar contra la pared.
Mi madre sintió una repentina punzada de dolor en el estómago. Vio como la mano, con una de sus alargadas uñas, le hacía allí una profunda incisión. Mientras, con dos dedos rasgaba la carne para hacer un agujero profundo en la carne, por el que terminó internándose. María pudo sentir la mano corretear por su interior, sintió como se posaba en la parte inferior del abdomen y, repentinamente, se quedó allí, quieta. Dejó de sentir su presencia, pero eso no la ayudó para nada. Saber que tenía aquello en su interior era suficiente como para aterrarla.
De repente, hubo una fuerte sacudida. Por lo visto, esto había desequilibrado al padre Jones, porqué lo vio caer a través de la trampilla por la que había subido, dándose un fuerte golpe en la pierna izquierda. Mi madre oyó un fuerte crujido, que parecía venir de la pierna del hombre. Eso no aguardaba nada bueno.
La herida que la mano le había hecho no sangraba, pero sentía un dolor proveniente de allí. El padre lo vio, y se puso pálido.
-Déjame que te ayude…
-No, no hace falta. Tú te has roto una pierna, eres tu quien necesita ayuda. Yo puedo seguid andando, pese a esta herida.
Se levantó, y pese al dolor, pudo andar con total normalidad. No necesitaba taparse la herida, pues de ella no emanaba sangre. Ayudó al padre a levantarse, y lo ayudo a caminar. Pudieron salir del ascensor por el hueco que el ser de antes había abierto. Tuvieron que pasar de lado, pero al fin y al cabo pasaron.
El padre cojeaba, y cada vez que ponía el pie en el suelo se quejaba. Según le dijo a mi madre, le dolía mucho, mucho más de lo que ningún otro mal le había hecho nunca.
Anduvieron por una gran sala llena de objetos que se apilaban a ambos lados, y el espacio que quedaba entre ambas pilas de objetos era como un estrecho camino por el que pasar a través. Sin embargo, lo que había allí no eran camillas, ni material quirúrgico, ni ninguna de las cosas que esperarías encontrar en un hospital. Los objetos que allí había eran muñecas, fotografías, juguetes, libros, etc.
“Recuerdos, son recuerdos.” Esto es lo que pasó por la mente de mi madre al ver todos aquellos objetos. Recuerdos de vidas pasados, de cuando el dolor y la desesperación aun no se habían hecho con el alma de los condenados. Cuando el mundo era un lugar alegre y feliz, una bruma de placidos vientos. Sin embargo, estos recuerdos habían sido dejados atrás. Y el mundo se había transformado, para todos ellos, en un oscuro abismo sin fondo de tristeza del que no podían escapar. Hombres y mujeres, niños y niñas, acianos y ancianas, cualquiera podía sucumbir a las oscuras fuerzas del Valle.
Al final del pasillo de objetos, se encontraron con un espejo. Justo lo que andaban buscando. Cubría la mayor parte de la pared de la que estaba colgado. Mi madre se extraño al ver que no reflejaba lo que había tras ella. Lo que veía era una ciudad arrasada por las llamas. Era North Valley.
-Padre, ¿lo ve?
Pero el padre Jones no la miraba a ella. Miraba más allá del pasillo de objetos por el que habían pasado.
-¿Padre? ¿Se encuentra bien?
Entonces, el padre se giró y la miró a la cara.
-S… sí. No pasa nada, María, no te preocupes. Es solo…
No dijo nada más. Volvió su vista de nuevo hacía donde había estado mirando. Su mirada era de total incomprensión.
-Venga, vámonos.- insistió mi madre.
-Si… vámonos.
Así, ambos se acercaron al espejo. Primero no sucedió nada, pero después la superficie del espejo se movió describiendo ondas que se expandían y se hacían más grandes, como si fuera la superficie de un lago después de haberle tirado una piedra.
Ambos alargaron su mano, tocaron aquella superficie, y se vieron absorbidos por el espejo, viajando a través de un túnel largo y oscuro.
Lo que el padre había visto al final del pasillo había sido más que una simple ilusión. Más allá de lo que mi madre podía ver, él había vislumbrado la silueta de muchacha. Una muchacha joven, por lo que había podido ver. No distinguió mucho más, solo que tenía el pelo negro. Y que lo miraba con unos ojos profundos y misteriosos. Unos ojos que destacaban por encima de su blancura por su color rojo, como la sangre y como el fuego.

8
Jonathan estaba en North Valley. En medio del pueblo quemado, caminando sobre las cenizas de los que allí perecieron. El paisaje era emanaba tristeza y desesperación, lo cual, pensó Jonathan, reflejaba perfectamente cómo se sentía por dentro.
Llevaba la pistola en la mano derecha. Estaba buscando un buen sitio donde dirigirla hacia su sien y disparar. Un lugar que le recordara a ella. Pero el caso es que todo el pueblo le recordaba a ella con la misma fuerza.
Todos los lugares parecían buenos, pero ninguno era lo suficientemente apropiado. Quería que su acto fuera una muestra de amor por ella, que con ello mostrara que no podía vivir sin ella. Y por ello necesitaba hacerlo en el lugar idóneo. Así que fue hacia el hospital. El lugar donde ella murió.
Allí se dirigió, decidido a hacerlo sin siquiera pensarlo. Pero una vez estuvo a pocos metros de allí, vio algo que no se esperaba en absoluto. Un hombre, de edad avanzada, y una mujer, que era bastante más joven (lo suficiente como para ser la hija del hombre) estaban ante las puertas del hospital. Pese a que estaba bastante lejos, pudo ver algo de color rojo que parecía salir de dentro de la mujer.
Era sangre. Y estaba saliendo a borbotones.
Jonathan corrió hacia allí, dispuesto a ayudar a la mujer.

9
Cuando salieron del pasillo de oscuridad en el que los introdujo el espejo, se encontraban ante las puertas del hospital. Mi madre lo prefería así, por lo menos no tenían que subir de nuevo desde el sótano.
Sin embargo, no todo era bueno. Pues sentía algo en su estomago, en la herida que le había hecho la mano. Miró la herida, y vio que, ahora, salía de ella una gran cantidad de sangre. Empezó a gritar, desesperada. El padre estaba más pálido aun que cuando había visto la herida. Ambos temían lo que podía pasar si perdía demasiada sangre.
El padre miró a otro lado, y el rostro se le llenó de esperanza. Empezó a gritar y a agitar ambos brazos por encima de su cabeza. Pero mi madre dejo de sentir nada de lo que la rodeaba. Tan solo vio la silueta de una persona, acercándose a ellos, mientras sus ojos se cerraban y perdía el conocimiento.

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