viernes, 6 de noviembre de 2015

CAPITULO 9: EL HOMBRE DEL SUPERMERCADO

CAPITULO 9: EL HOMBRE DEL SUPERMERCADO

1
Dejemos a mi madre de lado por unos instantes, en su camino de regreso al piso de Jonathan. Desgraciadamente, no podía seguir mirando a través de la ventana en que en aquellos momentos me encontraba. Sentía que la oscuridad se acercaba…
Me encontré con una ventana que me permitía observar a otro alguien que me daba mucha curiosidad. El hombre, cuando lo vi, estaba de espaldas, pero supe perfectamente quien era. El padre Jones estaba arrodillado, probablemente rezando.
Al principio no supe donde estaba. Entonces, como todas las veces anteriores, una espiral de información llenó mi mente. Me conecté con los recuerdos y pensamientos del padre, y descubrí que estaba en el Hotel Brians, en Benchley Street. El número de habitación era el 322.
Me pregunté desde done debía estar mirando en aquel momento, donde se hallaba la ventana que conectaba el Valle con aquel lugar. Por la posición donde me encontraba, debía ser un espejo. Aunque aquello poco importaba, ya que había conseguido conectarme a la mente del padre. Podría ir junto a él a cualquier sitio, observar sus movimientos y todo lo que hacía.
Terminó de rezar, si es que era eso lo que hacía, y se besó el crucifijo que llevaba colgado al cuello. Después, cogió las llaves que tenía encima de una mesita de noche, y salió de la habitación. 

2
Una vez fuera del hotel, el padre empezó a andar a través de los callejones del pueblo. Era tarde, por lo que estaban oscuros. El padre había dejado de temer a aquella oscuridad de la noche, la oscuridad a la que todas las personas están, más  o menos, acostumbradas, pese al miedo que puedan tener hacia ella. Pero es que el padre había visto la oscuridad del hospital, una oscuridad mucho más peligros y aterradora. Una oscuridad que estaba viva.
Así, anduvo a través de aquellos oscuros callejones, que en los últimos días había ido conociendo poco a poco. Por raro que pareciera, en tan solo una semana ya se conocía South Valley como la palma de su mano. ¿Tenía aquello alguna relación con el que hubiera pasado tanto tiempo encerrado en aquella especie de South Valley alternativo, por llamarlo de algún modo?
El padre no lo sabía. Era imposible saberlo con certeza.
Tras una media hora, llegó a su destino: el Supermercado de Gaiman Street. Era, por así decirlo, como cualquier supermercado, solo que este era un poco más viejo.
Entró, sin vacilar, a través de las puertas de cristal que se abrían automáticamente.
Sin embargo, yo no podía entrar. Lo intenté, pero la ventana no podía entrar en el interior del supermercado. Aunque esto no era algo raro. Sucedía a veces, en algunos lugares. Muchas veces, esto se debía a que las conexiones del Valle con aquel lugar eran débiles o inexistentes. Pero otras veces, esto se debía a que en aquel lugar habitaba otra fuerza, que interfería en la conexión mediante las ventanas.
Pese a que yo no lo sabía, con el supermercado sucedía lo segundo.


3
Aquello no me impidió seguir al padre. Aunque, literalmente, no lo seguí. Para entrar en el supermercado, entré en él. Invadí su mente, viendo lo que él veía y sintiendo lo que él sentía. Muy práctico, aunque esto tan solo se podía hacer teniendo conexión con la mente de aquel en el que querías entrar. Yo, por suerte, había aprendido unas pocas cosas útiles en mi estancia en el Valle. Aunque poco servían para huir de las fuerzas y la oscuridad que lo habitaban.
El padre, primero de todo, compró una bolsa de papel bastante grande. Después, fue a la sección de frutas y verduras. Tras coger todo lo que consideró necesario, fue a la sección de congelados y, de esta, a la sección donde se podían encontrar galletas y cereales de cualquier tipo (la que mi madre llamaba “de guarrerías”).
Dispuesto a volver a caja, se encontró con un pasillo que reconoció. Muchas veces, en otros supermercados, se había encontrado con pasillos exactamente iguales. Era el pasillo donde vendían las bebidas alcohólicas.
Recordó entonces escenas de su pasado. Antes de encontrarse encerrado en aquel extraño lugar que había tomado por South Valley, antes de que su vida cambiara hasta volverse ilógica e irracional, antes de descubrir que había cosas mucho peores incluso que el demonio. Cosas como la oscuridad, la oscuridad viva del Valle.
Durante los últimos veinte años antes de todo lo sucedido, su fe había experimentado un cambio radical. En ocasiones pensaba en Dios, en todo lo que él significaba, sin entender el por qué de muchas cosas. No estaba dejando de creer en él. De alguna manera, ya no confiaba en él. Las cosas… cosas que no recordaba… las cosas malas que habían sucedido a su alrededor. Cosas que su mente había borrado de la memoria. ¿Acaso no había hecho lo mismo con su propia vida, a lo largo de aquellos cinco años en que estuvo encerrado? No recordaba quién era su madre, quienes habían sido sus hermanos. Tan solo cosas pequeñas. Cosas con las que la mayoría de la gente se habría conformado.
Pero él sabía que lo que su mente había borrado de sus recuerdos era lo más importante. Lo verdaderamente necesario.
El caso es que su fe experimentaba un gran cambio. Hasta entonces, había salido a la calle sin preocupación alguna, seguro de que Dios le protegería de cualquier mal. Pero, desde entonces, llevaba siempre encima una pistola, que había conseguido en una tienda de armas. Se le hacía raro cargar con el arma, pero a la larga se acostumbró. De hecho, era la misma que llevaba en esos instantes en el bolsillo derecho, escondida bajo la larga camisa que escondía el bulto de los pantalones.
En esos tiempos de cambio, el padre empezó a beber. Tan solo encontraba consuelo verdadero por sus preocupaciones cuando el alcohol le invadía la mente. Cuando ya nada importaba, ni el mundo, ni su fe. Ni tan siquiera el Dios en el que siempre había confiado, el que siempre había amado. Tan solo estaban él y una copa de cristal llena hasta arriba, con un par de hielos chocando entre ellos, creando un harmonioso sonido, que, cuando estaba ebrio, le recordaba al de las campanas de la iglesia de North Valley, que retumbaban por todo el pueblo avisando a los caminantes de la hora.
Veinte años fueron. Años en que nada le importaba. Años en que los sermones de los domingos los hacía con resaca. Años en que encontró miles de vasos donde ahogar sus dudas. Aunque, desgraciadamente, también se estaba ahogando su fe.
Y entonces, uno de aquellos médicos cabrones (así pensaba en ellos el padre), le había dicho que, como no empezara a vigilar, podría llegar a tener un severo cáncer de estómago.
Pero él no hizo caso al médico. Ese año siguió tal cual, yendo de bar en bar,  emborrachándose noche tras noche, consumiéndose poco a poco.
Probablemente habría llegado a padecer el cáncer. Eso creo yo. Aunque mi opinión es poco fiable. Sabéis que soy solo una niña, y no se mucho de medicina. Pero no tuvo tiempo de padecerlo.
El día del Incidente llegó. Entonces, en el supermercado, se acordó de lo sucedido aquel día. O, más bien dicho, aquella tarde.
El bar de siempre. Los hombres de siempre. El camarero de siempre. Pero hubo algo distinto, algo muy distinto. Esta vez, pidió que le llenaran una jarra de cerveza con whisky. El camarero pensó que estaba loco, pero así lo hizo, pues el padre le pagó bien esa copa, incluso antes de servirla.
No recordaba nada más a partir de entonces. Pero yo vi algo, algo escondido en su memoria, la parte donde van las cosas que hacemos sin estar conscientes. El padre anduvo por las calles de North Valley, borracho como una cuba. Entonces, llagado a una callejuela muy poco transitada, se dejó caer al suelo, riendo. A lo lejos, vislumbro una fuerte luz, en medio de la oscuridad del atardecer. Primero pensó, infantilmente,  que eran fuegos artificiales. Pero no, no lo eran. Eran llamas
Las llamas que consumieron todo el pueblo en cenizas.
El padre, tras ver esto, quedó completamente inconsciente.
El resto, ya lo conocéis.

4
Camina a través de las botellas que, en su mente, gritan su nombre…
(Alfred, Alfred, ven a por nosotras).
…un nombre que creía olvidado, pues nadie, en años, lo llamaba así. ¿Por qué volvían ahora, después de tantos años? Venían a torturarle, a destruirle interiormente. Y él no tenía la fuerza ni la voluntad de…
(Venga, Alfred, sabes que nos quieres.)
…de deshacerse de los recuerdos y de la tortura que traían con ellos. ¿Y la fe? Para el padre Jones, la fe había pasado a ser tan solo una palabra sin sentido alguno, una palabra que no servía para nada. Su fe había quedado atrás, y sabía que no volvería. Y, en caso de que volviera, él no le dejaría entrar. Su fe no le había servido. Poco importaba si la recuperaba o no, por qué sería inútil igualmente, de nuevo, como lo había sido muchos años antes. Por eso…
(Alfred, Alfred, Alfred, Alfred.)
…las voces de las botellas, aquellas botellas llenas de lo que antaño fue lo único en que encontraba consuelo, pero que a la misma vez lo estaban matando por dentro, le resultaban insoportables y dolorosas.
Pensó en pasar corriendo, pero supo que, si lo hacía, todos pensarían que estaba loco.
Pobre hombre ¿Acaso no tenía razón al desconfiar de su fe? Su Dios le había fallado. Por lo menos, aquello le parecía a él. Y nada podía salvarlo. Había demasiadas personas en los Valleys que habían pasado verdaderos infiernos interiores, habían sido arrastrados por ellos mismos. ¿Qué eran todos los monstruos de películas de terror juntos al lado de aquello? Nada, absolutamente nada. Nada puede ser peor que todos los horrores interiores por los que llegan a pasar algunas personas.
-¿Perdone, podría ayudarme? No sé… que…
El padre se giró, mientras pronunciaba una respuesta:
-Por supuesto, ¿Qué le…?
“¿Qué le ocurre?”, iba a decir el padre. Pero, al ver al hombre que estaba ante él, no supo que decir. No pudo articular palabra alguna.
Tenía el cuerpo lleno de profundas heridas que sangraban verdaderos ríos de sangre. El hombre se estaba acercando a él. El rostro del hombre mostraba una total desesperación, un terror absoluto.
-No sé donde estoy. No sé que ha pasado. ¿Puede ayudarme?
El hombre levantó las manos, como reclamando la atención del padre, y cada vez estaba más cerca. El padre empezó a retroceder, aterrado.
-Ayúdeme… ayúdeme… no sé que es lo que pasa.
Era imposible que estuviera perdiendo tanta sangre. ¡Oh Dios mío, incluso yo estaba asustada, pese a saber que no era más que una observadora! Y lo peor de todo era que la sangre, al tocar el suelo, desaparecía en densas nubes rojas, como si se evaporase y se convirtiera en un sangriento vapor. ¿Qué era aquello?
-Por favor… lo veo todo oscuro… muy oscuro. ¡La oscuridad se mueve! ¡Dios mío! ¡SE ESTÁ ACERCANDO!
Entonces, cayó de rodillas al cielo, con el rostro levemente alzado hacia el padre.
-¡ME ESTÁN RODEANDO! ¡LAS SOMBRAS!
Dejó escapar un penetrante grito de terror absoluto.
-¡AYÚDEME, POR DIOS, AYÚDEME!
El hombre empezó a convulsionar. Me acordé de la visión que, hacía unos minutos había tenido mi madre. Me acordé de la niña. Me acordé de que, en ese punto, en que empezó a convulsionar, la visión terminó.
Pero aquella visión era distinta. El padre vio mucho más. Más de lo que yo, en un principio, esperaba.

5
El extraño hombre que se encontraba arrodillado ante el padre dejó de convulsionar, y alzó el rostro hacia él. El padre hizo un salto del espanto. Yo también lo hubiera hecho, si hubiera tenido cuerpo. Era mucho más horrible verlo con los ojos del padre, pues estaba ante mí, amenazante y aterrador.
El rostro que estaba ante mi estaba deformado, con la piel que le caía a jirones del rostro, como si de macabras serpentinas se tratara. La cara estaba llena de coágulos de sangre, que le cubrían toda la superficie de carne sin piel.
Pero había aprendido, a lo largo de los años, que los rostros, por muy deformes y horribles que fueran, no tenían importancia alguna. El horror verdadero estaba en los ojos. Aquellos ojos observadores y atentos, los ojos de la oscuridad, del dolor, del sufrimiento y la desesperación.
Ojos iluminados por las amenazantes llamas de la perdición.
En el interior de aquellos ojos, el padre vio el infierno. Un infierno mucho peor que el que se había imaginado en sus más aterradoras pesadillas. Aquel infierno era mucho más oscuro y profundo que el que él conocía.
Aquel infierno era el Valle, aunque el padre no lo sabía.
-Hola, Alfred. Ha pasado mucho tiempo.
Otra vez el maldito nombre. Había llegado a aceptar el hecho de que no volvería a ser nunca más Alfred, que no quedaba nadie vivo para recordar los tiempos en que él era Alfred. Ni siquiera él se acordaba.
Pero aquella voz… al padre le trajo a la memoria recuerdos, solo que no podía verlos. Aquellos recuerdos estaban quemados, eran recuerdos ilegibles. Pero sabía que la conocía. Aquella voz había sido… había sido…
Aquella fue la última voz que lo llamó Alfred nunca en su vida, antes de que nada sucediera.
-Así es, Alfred querido. ¿Ya te acuerdas de mí?
No. La respuesta era que no. No se acordaba de aquella voz. Pero, de alguna manera, en su mente empezó a dibujarse una silueta femenina… que se desvaneció casi al instante.
No, no sabía quién era aquella voz.
El ser, pues ya no podía ser llamado humano, que había ante ellos movió la cabeza de un lado a otro, con un gesto humanamente imposible, torciendo el cuello como si fuera de goma.
-Muy mal, muy mal Alfred. ¿De verdad no te acuerdas de tu propia madre?
Esto sorprendió al padre mucho más que cuando vio los ojos del ser. ¿Su madre? No guardaba recuerdo alguno acerca de ella. Aunque… la voz retumbaba en su cabeza, como si la hubiera oído no hacía mucho, en algún tiempo cercano.
Yo también estaba sorprendida. Y aterrorizada. Pues aquello, fuera lo que fuese, pertenecía al Valle. Era una de sus muchas artimañas, una de sus muchas intersecciones a nuestro mundo. Si la madre de aquel hombre tenía relación con el Valle ¿Quién era el padre en realidad? ¿Qué secretos escondían sus recuerdos quemados?
Entonces, el cuerpo del hombre empezó a deshacerse, Así es, se estaba deshaciendo. Su carne se convertía en una masa viscosa que olía a sangre y podredumbre, sus glóbulos oculares se volvían en un líquido blancuzco que le resbalaba por el rostro como si fueran lágrimas. Lo único que quedó al final del hombre fue la piel, extendida en el suelo como si de una alfombra se tratara.
El padre cayó de rodillas al suelo, sintiendo un inmenso mareo, percibiendo el fuerte olor que emanaba del “cadáver” que se encontraba ante él.
Entonces, su mente empezó a funcionar. Sus recuerdos pasaron ante él como si fuera una película. Algunos recuerdos estaban quemados, demasiado deteriorados, es verdad, pero algunos otros aun eran legibles. En algunos, aun se podían apreciar algunas imágenes. Aunque no fue una imagen lo que vio.
Fue un nombre.
Ante él, en esta película de imágenes borrosas y deterioradas, pasó un pequeño trozo de papel, con los bordes ennegrecidos por el fuego, en el que se leía un nombre.
Melinda Meck.
Y, entonces, volvió a oír en su mente aquellas palabras…
(¿De verdad no te acuerdas de tu propia madre?)
…palabras que había pronunciado aquella voz femenina en boca del hombre deshecho que tenía delante.
Era su madre sí, ahora lo recordaba.
Su madre había sido la última descendiente de los Meck.
“No, no fue ella la última de los Meck”, pensó el padre entonces.
Yo también había comprendido, en este punto, la verdad. Lo que el padre Jones quería decir. Si Melinda Meck había sido su madre, eso quería decir que…

“Yo soy el último de los Meck.”

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