viernes, 16 de octubre de 2015

CAPITULO 7: EL DOCTOR O’BRIAN

CAPITULO 7: EL DOCTOR O’BRIAN

1
Mi madre se despertó, aturdida, en un lugar que al principio no pudo identificar. Estaba rodeada de extraños aparatos y a la derecha había una mesita con una flor marchita en un tiesto azulado. A su izquierda, oía un “pip” constante, que sonaba al ritmo de los latidos de su corazón. Miró en aquella dirección, y vio que, tal y como estaba pensando, era uno de aquellos aparatos para comprobar el número de pulsaciones por minuto en el paciente. Lo había visto muchas veces en películas.
Se dio cuenta entonces de que estaba estirada en una camilla de hospital. Recordó lo sucedido, y comprendió una cosa: la herida no había sangrado mientras estaban dentro del Hospital Oscuro (nombre que había decidido darle en vista a lo ocurrido), pero en cuanto salieron a lo que podríamos llamar como la “realidad”, sangro como una condenada, tal y como debería haber hecho. Recordó ver salir la sangre a borbotones.
Y recordó también otra cosa. Alguien había ayudad al padre a llevarla allí, pues antes de perder el conocimiento había visto a una persona acercándose a ella.
Intento erguir su espalda, estar sentada en vez de estirada, pero al intentar moverse un insoportable dolor arremetió contra ella con fuerza. Se subió la bata de hospital que llevaba puesta, y vio que le habían cosido la herida. Contó los puntos que le habían hecho. Quince en total. Muchos, pensó ella. Normal, pues era una herida muy grande. Demasiado. Le parecía un milagro que hubiera podido salvarse.
Durante un instante, le pareció ver que algo se movía bajo su piel. Una silueta sin forma definida que se movía libremente por su interior. Se volvió a tapar con la bata. Era una tontería, no podía ser. Todo lo que había pasado… No podía ser verdad.
La puerta de la habitación empezó a abrirse. Un hombre entro.
Era el padre Jones. Tenía una escayola en la pierna que se había roto, y llevaba una muleta en cada mano.
Al verla despierta, sonrió.

2
-Me alegro de que estés bien, María.
Ambos, hombre y mujer, se quedaron mirando, sin saber que decir. Finalmente, mi madre preguntó:
-Padre, ¿todo lo que pasó…?
-¿Qué? ¿Quieres preguntarme si fue real? He estado cinco años allí encerrado, María. No creo que estuviera soñando, ni mucho menos que fuera una ilusión. Era real, muy real.
-Pero no tiene sentido. Es… no tiene sentido.
-Mira tú herida, María. Mira mi pierna. Además, muchos dicen que la existencia de Dios no tiene sentido alguno. Y eso no me ha echado nunca atrás. Mi fe se mantiene intacta.
-Pero esto es distinto. Es mucho más fácil creer en un Dios que te ama y que te protege que creer en un lugar donde solo hay sufrimiento, dolor y desesperación. Es… es…
-Terrible, lo sé. Pero es verdad. No hay más.
Mi madre lo pensó unos instantes, y dijo:
-Creo que esto puede tener relación con lo de North Valley. Puede que mi hija este allí.
-María… si tu hija está allí, o estuvo en algún momento, no creo que…
No termino la frase. Tenía miedo de decirle a ella lo que temía sobre mí. Decirle que probablemente ya estaba muerta, o que me había convertido en un ser horripilante como el señor Phillips.
-En cualquier caso, es mejor dejar esto de lado. Y no he venido aquí para discutir acerca de este tema. Vengo para devolverte esto.
El padre se acercó, y puso una mano en uno de sus bolsillos. De dentro sacó el crucifijo que yo misma le envíe a mi madre junto a la carta, hacía tan solo pocos días, aunque parecí que hubiera pasado una eternidad.
Mi madre lo cogió, agradecida.
-Gracias, padre.
-Llévalo siempre encima, María. Parece ser más que un simple crucifijo. Puede que te saque de más de un aprieto.
-Y ahora… ¿Qué hará, padre? Se supone que está muerto, ¿recuerda?
-Ha muerto Alfred Jones. Es así como se me conocía cuando estaba vivo. He llegado a asimilar el hecho de que ahora soy así como una especie de muerto viviente o algo así. A partir de ahora, se me conocerá tan solo como… ¿Jones?
Mi madre rió, y dijo:
-Muy creativo, padre.
El hombre también rió. Se despidió, y se dispuso a marcharse. Sin embargo, antes de que se fuera, ella le preguntó algo más:
-¿Cuándo llevo inconsciente?
El padre pareció pensárselo, y entonces respondió:
-Una semana, más o menos.
Se fue.

3
Diez minutos después de que se fuera el padre, la puerta volvió a abrirse. Sin embargo, esta vez el hombre que cruzó la puerta era otro muy distinto. Para empezar, mi madre no lo conocía. Era un hombre más o menos de su misma edad, bastante atractivo, en el pelo castaño que le caía en largas melenas a ambos lados del rostro.
El hombre llevaba una rosa en la mano. Cuando la vio despierta, se sobresaltó.
Sin embargo, inmediatamente sonrió. Cogió el tiesto azulado donde se encontraba la flor marchita, y la cambió por la rosa.
-Veo que ya se ha despertado. Me alegro de que se encuentre bien. A lo largo de esta semana he estado muy preocupado por usted. Pero, ¿Qué le pasó?
-Tuve… tuve un accidente.
El hombre asintió, y se dio cuenta de lo desconcertada que estaba.
-Perdóneme, no me he presentado.- le tendió la mano- Me llamo Jonathan Burns. Fui yo quien los sacó a usted y al padre de North Valley. Fue una suerte que los encontrara a tiempo. Un poco más, y no lo cuenta.
Mi madre sonrió.
-¿Y que hacía usted en North Valley?
El hombre apartó la mirada, y observó los árboles que se podían ver en el exterior. Eran sauces. Sauces que lloraban.
-Mi mujer murió en el mismo hospital en el que los encontré, en North Valley. Estaba embarazada. Yo se lo dije, se lo dije, que debía comer mucho más de lo que comía. Pero ella no me escucho. Y estaba débil, muy débil.
Cogió aire, y dejó ir un suspiro.
-No lo consiguió. Cuando dio a luz, murió. Y… y… el niño también murió, horas después.
Estuvo largo rato en silencio. Mi madre no dijo nada. Hacía tiempo, había comprendido que lo mejor que puedes hacer cuando alguien te cuenta sus penas es escuchar sin interrumpirle, o simplemente dejar que se ahogue contigo sin escucharlo siquiera realmente. Pero ella prefería escuchar.
-La vida dejó de tener sentido para mí. Por eso decidí que… bueno, era mejor dejar de vivir. Pero los encontré a ustedes. Decidí ayudarles. Usted podía morir, y aunque yo estaba dispuesto a morir, eso no quería decir que los demás también tuvieran que hacerlo. Por eso la ayudé.
Ella asintió, comprensiva. Entendía mucho mejor de lo que él se pensaba lo que le estaba contando.
El hombre volvió a mirarla. Sonrió de nuevo.
-El caso es que me lo he pensado mejor. Gracias a usted. No sé porqué, pero me he dado cuenta de que matarme no es lo que debo hacer.
Mi madre no sabía que decir.
-Bueno, tan solo quería verla, para asegurarme de que se encuentra bien. Y…
La puerta se abrió de nuevo. Jonathan y mi madre se giraron para ver quién era.
¿Quién era?, os estaréis preguntando. Buena pregunta. Muy buena pregunta. Sería justo decir que era el demonio. Aunque parezca exagerado.
Casi lo era.



4
-Buenos días, señorita Thompson. Soy el Doctor O’Brian.
Era un hombre alto y delgado, de rostro severo, cuya inmensa calva brillaba con los rayos del sol que entraban por la ventana. No iba vestido con una bata blanca, tal y como mi madre pensó que lo haría. Llevaba puesto un elegante esmoquin negro, y una corbata blanca.
-Allans, Doctor. Mi apellido es Allans.
-Por lo que yo sé, su marido está ahora muerto. Por lo que podría volver a llamarse usted Thompson.
-No, gracias, doctor.
Jonathan los miró a ambos.
-Me parece que ustedes se conocen.
-Oh, y tanto que nos conocemos.- dijo mi madre, con tono furioso.
El Doctor O’Brian había sido, como todo el pueblo sabía, el causante de la muerte de nada menos que cinco pacientes en el hospital. Fue juzgado, pero la sentencia no fue justa. Nadie sabe cómo, se las ingenio para que no lo llevaran a la cárcel. Alegó que él “no lo había hecho a conciencia”. No fue declarado del todo inocente, pero sí que se salió con la suya. Lo único que tuvo que hacer fue dejar su puesto como cirujano en el hospital de North Valley, hace ya muchos años.
Todos sabían, incluso en South Valley, que había sido él el causante de los asesinatos. Mi madre tan solo era una niña cuando sucedió, puede que tuviera mi edad. Y es que el hombre era ya muy mayor.
El caso es que ella lo conoció. Pues en el momento de los acontecimientos ya mencionados, mi madre se había roto la pierna, y debían operarla. La operación se la debía hacer el Doctor O’Brian, por lo que, en los días que pasó en el hospital, él la visitó varias veces. No le cayó nunca bien.
Sin embargo, el día antes de la operación, fue cuando lo detuvieron. Y fue otro el que la operó.
Así que sí, se conocían.
-¿Qué hace usted aquí? Creía que ya no podía volver a…
-Tranquilízate, María. Siempre me has caído muy bien, aunque sé que yo a ti… bueno, solo hacía falta ver cómo te comportabas cuando me encontrabas por la calle. Por cierto, una pena lo de tus terribles pérdidas. Tu hija, tu marido. Tu hermano. Que desgracia…
-¿Cómo sabe usted que mi marido…? ¿Y my hermano…?
-Calma, calma, María. El caso es que ahora ya no soy cirujano. Estos años he estado dedicándome a otra cosa mucho más interesante: la psique humana.
“¿Qué carajos está diciendo?”, pensó mi madre.
-Un tiempo después de que me impidieran ejercer como cirujano, empecé a estudiar psicología. Y ahora soy psicólogo. Y en este hospital, nada menos.
Estaba sonriendo. Tenía una sonrisa mezquina. A mi madre no le gustaba, pues le recordaba los días que paso en el hospital antes de la operación, pensaba en lo que habría pasado si aquel hombre le hubiera hecho finalmente la operación. ¿Estaría muerta? En ese caso, yo no habría nacido, y esta historia no habría sido contada.
-Repito: ¿Qué hace usted aquí?
-Ya te lo he dicho. Soy psicólogo. Verás, el Doctor Peter, que se ha ocupado de ti estos días que has pasado en el hospital, me ha dicho que estaba preocupado por tus pesadillas. Dice que… gritas. Gritas cosas incomprensibles. Teme por tu cordura.
Vuelvo a decirlo: esa sonrisa era mezquina. La típica sonrisa de un psicópata.
-¿Me está tomando el pelo? Yo no estoy loca. En cambio usted…
El hombre levantó la mano, pidiendo silencio a mi madre. Su sonrisa desapareció, miró a Jonathan y le dijo:
-Váyase, por favor, señor Burns. Necesito hablar con la señora Thompson… Allans, perdón.
Jonathan asintió, y salió de la habitación, a paso rápido.
Una vez él estuvo fuera, el Doctor O’Brian volvió a sonreír y, con una voz que reflejaba toda su malicia y sus malas intenciones, dijo:
-Bien, empecemos.

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